Me cuesta convivir con tanta
incoherencia, aunque en un acto de autocrítica quizá debería empezar por la mía
como algo inherente a la condición humana. Me duele el poder corrupto,
mentiroso y cínico, porque sus tentáculos, aunque yo no quiera, siempre llegan
a alcanzar mi vida. Me asombra ver en los medios de comunicación gente con
rostro impasible mintiendo a destajo, tratándome como si fuera estúpida y me lo
fuera a creer todo.
En un mundo donde la mayoría de las
transacciones bursátiles las realizan máquinas, que determinan las políticas de
los países y a su vez el destino de los pueblos, me da la impresión de que
querer cambiar cosas empieza a ser equivalente a no poder hacerlo nunca. Quizá
sea cuestión de aceptar que el azar lo rige todo. Hoy no me siento optimista,
ni ayer, ni posiblemente mañana... será el efecto de vivir en estos tiempos
revueltos.
Percibo el miedo en muchos, incluida yo
misma, y la resignación a un destino en el que hay poco que hacer excepto
tratar de crear un vida personal medianamente digna entre tanto despropósito.
Hay cosas buenas, lo reconozco, y mucha gente que merece la pena, la mayoría,
pero la realidad es que las vidas de todos descansan en manos de oportunistas y
personajes que recuerdan a oscuras historias del pasado de los pueblos. Y eso
me da pánico.
Volvemos a principios trasnochados: a los
rombos en la tele, a confirmar los privilegios de las clases que siempre los
han tenido, a ampliar la brecha social, a
esgrimir la religión como bandera, a favorecer a la élite en educación, a
sustituir justicia social por caridad... Tanto caminar para volver al punto 0. Son
tiempos de desaliento.
La tendencia a denominar constantemente
los mismo conceptos con distinta terminología para que el pueblo digiera lo
indigerible (indemnización en diferido,
movilidad exterior, etc...) lleva
implícita la suposición de la ignorancia del otro. Cuando oigo tantas mentiras
y sandeces, en realidad solo percibo un insulto a la inteligencia, algo así
como: "léeme los labios, yo soy listo y tú tonto".
No, no tengo fe en el sistema. Pero ni
tan siquiera soy antisistema, sino más bien exsistema (puestos a redenominar
realidades, redenominemos), una especie de condición personal de continua
sensación de estar fuera de este, en un exilio dentro del propio país. No, no
me creo los conceptos que rigen el ideario de la gente que me gobierna
—transparencia, consenso y emprendimiento—, palabras vacías de contenido, que
ellos mismos niegan una vez y otra vez con sus propios hechos. Pero lo peor es
que tampoco creo las que esgrimen otros.
Creo que vamos a tener más de lo mismo
durante muchos años, porque los simpatizantes del partido en el poder son
fieles y leales hasta extremos insospechados. Vista gorda por aquí y por allí
por miedo a cualquier otra cosa. Una rémora del pasado de este país. Para
cuando abandonen sus privilegiados puestos de mando, se habrán restado derechos
en vez de sumado y este país estará tiritando.
Exorcizados mis malos espíritus, me voy
al parque, a perder mi mirada en el verde de los árboles y oír a los niños
jugar, a serenar mi mente y sentir el césped bajo mis pies, a respirar aire
puro y mover mi cuerpo. El resto no tiene sentido.