domingo, 25 de marzo de 2012

EL DÍA DE LA MARMOTA



EL DÍA DE LA MARMOTA*




Me despierto. Me visto. Corro. Desayuno. Me arreglo. Me pongo el abrigo. Salgo a la calle. Subo al metro. Salgo del metro. Camino hacia el trabajo. Saludo al portero. Saludo a la recepcionista. Me quito el abrigo. Enciendo el ordenador. Me registro. Trabajo. Voy a comer. Consulto el correo personal. Trabajo. Me registro. Salgo del trabajo. Camino. Tomo el autobús. Llego a mi barrio. Saco la llave. Abro el portal. Abro mi casa. Hago un té. Contesto el correo. Me ducho. Ceno. Me acuesto.
Me muero. Me mustio. Me desespero.



TRAS EL DÍA DE LA MARMOTA

Me despierto. Miro por la ventana. ¿Qué tiempo hará? Me visto. Corro. Siento el interior de mi cuerpo generando calor. Saludo al barrendero. Veo que algunos árboles han florecido. Hablo con la vecina que pasea al perro. Desayuno. Pienso en cómo será el día. Respiro expectación. Me arreglo. ¿Qué tal los pendientes nuevos? Me pongo el abrigo. Me encanta este en concreto. Salgo a la calle. Respiro curiosidad. Llevo mi cámara de fotos. Todo me sorprende. La luz es especial. Me coloco en un portal. Me quedo parada, como inerte. Nadie advierte mi presencia. Disparo muchas veces. Respiro contemplación. Vuelvo a casa. Reproduzco sobre el papel la conversación que oí el día anterior en el autobús. Le añado cosas de mi cosecha y otras historias. Sale un pequeño relato. Respiro sorpresa. Como. Descanso un rato. Consulto el correo personal. Mis amigos son una mina de cosas interesantes. Me inspiran. Respiro complicidad. Me enfrento a un lienzo en blanco. Me gusta la transgresión. Me mancho de pintura.  Celebro los colores. Respiro libertad. Me encuentro con un amigo. Conversamos en una tetería. Compartimos cariño, conversación y algo de comer. Respiro energía. Me dirijo al teatro. Sueño con el ballet. Me elevo. Agradezco. Respiro belleza. Saco la llave. Abro el portal. Abro mi casa. Me acuesto. Me siento satisfecha. Me entrego a los brazos de Morfeo. Respiro esperanza.

Estoy viva. Amo. Siento.



* Atrapado en el tiempo es una película en la que el protagonista se despierta una y otra vez en el mismo día (El día de la marmota) hasta que consigue salir del bucle en el que se encuentra atrapado.



lunes, 19 de marzo de 2012

EL CREATIVO




            Ángel recordó repentinamente aquella escena del colegio. La profesora pidió a los niños que pintarán un paisaje nevado. Él acarició los lápices y las ceras como su tesoro más preciado. Los colores le aceleraban el corazón. Se lanzó con ímpetu a plasmar aquel paisaje que tenía en su cabeza: unas Navidades con sus padres en una casa rural de un pueblo. Primero cerró los ojos para traerlo al presente, luego como un médium dejó que todo aquel mundo de sensaciones fluyera a través de él hasta ir a parar al folio en blanco. Perdió el contacto con la clase, los niños, la profesora... Solo él, aquel folio y los colores a modo de varita mágica dibujando formas y depositando emociones. Paró, había terminado. Miró su obra, el momento era tal y como lo recordaba. Acabó antes que nadie, tenía muy claro lo que quería hacer. Disfrutó observando el resultado. Echó un vistazo a los dibujos de sus compañeros. Todos se parecían y los copos de nieve eran iguales. Volvió la vista al suyo. Los copos eran de colores, y la nieve tenía mil matices, de la pureza del blanco al más profundo azulado. Había un sol amarillo magnífico sobre el paisaje, y se adivinaba un arco iris al fondo. El suyo era distinto. Pensó que había hecho algo mal, seguro que sí. El paisaje nevado era para todos sus compañeros igual, ¿por qué no podía él verlo así? Pensó en rectificar su dibujo y aplicar el negro y gris por doquier antes de que lo descubrieran, pero no le dio tiempo. El niño sentado a su lado dijo: “¡Qué feo y raro!”. Los demás se acercaron para corroborarlo: “¡Qué feo es tu dibujo!”. Todos los compañeros hicieron un corro alrededor, dejando sus dibujos clónicos sobre los pupitres. Ángel quedó desconcertado y comenzó a sentir ganas de llorar: “Mi dibujo no es feo, no lo es”. La profesora se acercó ante el revuelo. Miró el dibujo, lo levantó ante toda la clase y exclamó: “El dibujo que más me gusta es este, el más original”. Los demás niños se callaron.



            El ruido de una motocicleta le trajo al presente. Estaba sentado en un banco de aquella plaza sucia y descuidada que solía frecuentar. Al menos allí encontraba algo de verde. Miró a su alrededor, unos indigentes compartían una botella de vino barato entre los arbustos. El cielo era gris y plomizo. La gente pasaba rápido, inmersa en su pensamiento, como autómatas. A lo lejos veía una riada de personas entrar y salir de unos grandes almacenes. Los edificios desafiaban al viento envueltos en colores fríos y tristes. Su corazón se heló por un instante. Recordó su pasado más inmediato como ejecutivo de una multinacional donde había que ser el más rápido y el más fuerte. Era preciso llevar todos y cada uno de los días el mismo traje oscuro, el mismo maletín negro y el mismo hastío de espíritu. Se había convertido en una sombra más en aquel enorme grupo de gente que cumplía los sueños de una sola persona, el jefe de todo eso.  



            Miró el reloj del edificio público que tenía enfrente, era la hora. Se incorporó. Comenzó a llover, sacó un paraguas de colores y se dirigió a “la nave”, el sitio donde se hacían realidad todos los sueños.  Atravesó el umbral y se le escapó una amplia sonrisa. Al fondo se elaboraban esculturas con forma humana pero a escala gigantesca para despertar el asombro en quienes las contemplaran. En el espacio izquierdo se pintaban murales de colores destinados a una famosa galería de Nueva York.  En el espacio derecho se diseñaba un vestuario especial para eventos extravagantes en China. Se trataba de ropa para drag queens y personajes de lo más variopinto que caldearían el ambiente en actividades de promoción. Del techo colgaban aún algunas serpentinas y farolillos utilizados en la reciente fiesta de Carnaval que había congregado a multitud de artistas. Su rincón era pequeño pero acogedor, una fuente de la que manaban ideas e imágenes. Su misión era hacerlas realidad. El último encargo era diseñar un espacio para niños en un museo. Lo simultaneaba con un proyecto personal llamado “Mi paisaje nevado”. En un lugar cerrado cientos de copos de nieve suspendidos del techo recibirían a los visitantes. Cada uno sería distinto como en la propia naturaleza, pero con una peculiaridad: sus distintos colores.



            Solo un apunte más: la exposición “Mi paisaje nevado” fue un éxito. Los visitantes exclamaban, admiraban, se emocionaban... El último día alguien se acercó visiblemente emocionado a Ángel:  ¡Gracias, qué maravilla! El día de la clausura el creativo puso punto y final a la permanente sensación de diferencia que le había acompañado durante toda su vida. Hacía ya algún tiempo que sabía que había descubierto a su manada.    

miércoles, 14 de marzo de 2012

EL PAÍS DE NUNCA JAMÁS





               
            Nunca debimos haber salido del “país de nunca jamás”. Nos confundieron, nos convencieron, nos exiliaron, nos intoxicaron. ¿De quién es la culpa? De nadie, de los mecanismos inherentes a la propia vida. Los demás sugieren, proponen, imponen, aleccionan, critican y castigan, y nosotros nos lo creemos.

            En el “país de nunca jamás”, predominan los colores intensos, las risas auténticas y la curiosidad infinita. Los caramelos y chicles tienen tonos y sabores mágicos, son elixires que se convierten en codiciado objeto de deseo. La exploración continua es la tarea diaria y la búsqueda de cariño resulta insaciable. Se vive en el aquí y el ahora, por lo que la acción es espontánea e inmediata. La sentencia que nos condena a la cárcel del continuo deambular entre el pasado y el futuro aún no se ha dictado. Inventar, reír, jugar, desplegar la energía desbordante que siempre desespera al adulto son la señal inequívoca de que la inocencia aún no ha sido mancillada. Se busca el abrazo porque calma y la mano salvadora en la noche porque rescata de la inquietud que provocan los fantasmas del silencio cuando salen de sus tenebrosos rincones. Y el olor a hierba..., eso no se olvida. Sentados , tumbados o rodando sobre ella, mientras las briznas se meten bajo la ropa, celebramos nuestra conexión con la tierra, nuestro destino. Basta cerrar los ojos y volver atrás en el tiempo para que el país del que nos exiliamos aparezca con total nitidez para indicarnos que aún hay esperanza.

            En el “país de nunca jamás”, los niños viven disfrazados de piratas y se deslizan con lianas imaginarias entre mundos y sueños. A veces, solo a veces, los padres que no han olvidado al niño que llevan dentro ni han renegado de él consiguen comprenderlos y contribuyen a que el niño despliegue toda su osadía. En la mayoría de los casos, los niños sobreviven a base de juegos inventados sorteando como pueden la confusión y la inquietud que destilan las alargadas sombras del mundo adulto, proyecciones de sueños rotos y mentiras ocultas. Ellos lo perciben, pero el mundo que les rodea les hace creer que están equivocados. Ahí comienza la eterna historia de la inseguridad interior del ser humano.

            En el “país de nunca jamás”, no hay adultos. Se exiliaron de sí mismos hace mucho tiempo y miran a los niños pero no los ven. Estos lo saben y se dan cuenta, pero no dicen nada, aún no tienen voz para imponerse. Los pequeños, rezagados en su interior, miran extrañados a la tía Carmen, que les besa con fruición para calmar su propio anhelo de cariño, o a sus padres cuando les regañan, los cuales no han sabido enseñarles a mantener su centro porque ellos mismos nunca lo encontraron. Nadie les muestra cómo aferrarse al arnés de la serenidad cuando el huracán emocional de las energías interiores les desestabiliza. Nadie, porque los adultos tampoco lo sabemos.

            En el “país de nunca jamás”, los niños ensayan sus vidas adultas, mimetizando gestos y comportamientos, aprendiendo tareas, funciones y oficios sin apenas darse cuenta. Sin ser conscientes de que cuando los emulen a la perfección, el proceso de asimilación habrá terminado. Harán su equipaje, recogerán sus enseres y partirán al exilio, donde una suerte de frontera en forma de velo mental transparente les hará olvidar quienes son en realidad.

            En el “país de nunca jamás”, los niños ríen y juegan, el cuerpo aún se mueve con libertad, porque todavía no ha sido sometido a la ardua vigilancia de prejuicios y creencias. Todo fluye de forma mágica. Aman la música porque se entregan a ella y los cuentos porque les transportan a otros mundos. Siempre, eso sí, que la amenazadora oscuridad del enfermizo sistema adulto no se proyecte excesivamente sobre ellos bien a través de los propios adultos o de niños ya asimilados. En ese caso el paraíso se convertirá en una mazmorra.

            Una vez se ha salido del “país nunca jamás” es difícil volver, pero no imposible. Desandar el camino conlleva infinita paciencia para identificar cada recodo del camino que marcó un punto de inflexión hacia el exilio interior. Soltar los nudos no es tarea fácil porque sobre el primero hay cien más repetidos, que exigen su liberación. Atisbar al niño que se lleva dentro es el primer paso, abrazarlo, el segundo. Pero el momento cumbre se produce cuando ambos, adulto y niño, deciden jurarse lealtad eterna. Entonces, llega el momento de firmar la promesa conjunta para no olvidarla: “Nunca jamás saldremos del país de nunca jamás”. Que así sea.