Ángel recordó repentinamente aquella
escena del colegio. La profesora pidió a los niños que pintarán un paisaje
nevado. Él acarició los lápices y las ceras como su tesoro más preciado. Los
colores le aceleraban el corazón. Se lanzó con ímpetu a plasmar aquel paisaje
que tenía en su cabeza: unas Navidades con sus padres en una casa rural de un
pueblo. Primero cerró los ojos para traerlo al presente, luego como un médium
dejó que todo aquel mundo de sensaciones fluyera a través de él hasta ir a
parar al folio en blanco. Perdió el contacto con la clase, los niños, la
profesora... Solo él, aquel folio y los colores a modo de varita mágica
dibujando formas y depositando emociones. Paró, había terminado. Miró su obra, el
momento era tal y como lo recordaba. Acabó antes que nadie, tenía muy claro lo que
quería hacer. Disfrutó observando el resultado. Echó un vistazo a los dibujos
de sus compañeros. Todos se parecían y los copos de nieve eran iguales. Volvió
la vista al suyo. Los copos eran de colores, y la nieve tenía mil matices, de la
pureza del blanco al más profundo azulado. Había un sol amarillo magnífico
sobre el paisaje, y se adivinaba un arco iris al fondo. El suyo era distinto.
Pensó que había hecho algo mal, seguro que sí. El paisaje nevado era para todos
sus compañeros igual, ¿por qué no podía él verlo así? Pensó en rectificar su
dibujo y aplicar el negro y gris por doquier antes de que lo descubrieran, pero
no le dio tiempo. El niño sentado a su lado dijo: “¡Qué feo y raro!”. Los demás
se acercaron para corroborarlo: “¡Qué feo es tu dibujo!”. Todos los compañeros
hicieron un corro alrededor, dejando sus dibujos clónicos sobre los pupitres.
Ángel quedó desconcertado y comenzó a sentir ganas de llorar: “Mi dibujo no es
feo, no lo es”. La profesora se acercó ante el revuelo. Miró el dibujo, lo
levantó ante toda la clase y exclamó: “El dibujo que más me gusta es este, el
más original”. Los demás niños se callaron.
El ruido de una motocicleta le trajo
al presente. Estaba sentado en un banco de aquella plaza sucia y descuidada que
solía frecuentar. Al menos allí encontraba algo de verde. Miró a su alrededor,
unos indigentes compartían una botella de vino barato entre los arbustos. El
cielo era gris y plomizo. La gente pasaba rápido, inmersa en su pensamiento,
como autómatas. A lo lejos veía una riada de personas entrar y salir de unos
grandes almacenes. Los edificios desafiaban al viento envueltos en colores
fríos y tristes. Su corazón se heló por un instante. Recordó su pasado más
inmediato como ejecutivo de una multinacional donde había que ser el más rápido
y el más fuerte. Era preciso llevar todos y cada uno de los días el mismo traje
oscuro, el mismo maletín negro y el mismo hastío de espíritu. Se había
convertido en una sombra más en aquel enorme grupo de gente que cumplía los
sueños de una sola persona, el jefe de todo eso.
Miró el reloj del edificio público
que tenía enfrente, era la hora. Se incorporó. Comenzó a llover, sacó un
paraguas de colores y se dirigió a “la nave”, el sitio donde se hacían realidad
todos los sueños. Atravesó el umbral y
se le escapó una amplia sonrisa. Al fondo se elaboraban esculturas con forma
humana pero a escala gigantesca para despertar el asombro en quienes las contemplaran.
En el espacio izquierdo se pintaban murales de colores destinados a una famosa
galería de Nueva York. En el espacio
derecho se diseñaba un vestuario especial para eventos extravagantes en China. Se
trataba de ropa para drag queens y personajes
de lo más variopinto que caldearían el ambiente en actividades de promoción.
Del techo colgaban aún algunas serpentinas y farolillos utilizados en la
reciente fiesta de Carnaval que había congregado a multitud de artistas. Su
rincón era pequeño pero acogedor, una fuente de la que manaban ideas e
imágenes. Su misión era hacerlas realidad. El último encargo era diseñar un
espacio para niños en un museo. Lo simultaneaba con un proyecto personal
llamado “Mi paisaje nevado”. En un lugar cerrado cientos de copos de nieve suspendidos
del techo recibirían a los visitantes. Cada uno sería distinto como en la
propia naturaleza, pero con una peculiaridad: sus distintos colores.
Solo un apunte más: la exposición
“Mi paisaje nevado” fue un éxito. Los visitantes exclamaban, admiraban, se
emocionaban... El último día alguien se acercó visiblemente emocionado a Ángel:
¡Gracias, qué maravilla! El día de la
clausura el creativo puso punto y final a la permanente sensación de diferencia
que le había acompañado durante toda su vida. Hacía ya algún tiempo que sabía
que había descubierto a su manada.