Nunca
debimos haber salido del “país de nunca jamás”. Nos confundieron, nos
convencieron, nos exiliaron, nos intoxicaron. ¿De quién es la culpa? De nadie,
de los mecanismos inherentes a la propia vida. Los demás sugieren, proponen,
imponen, aleccionan, critican y castigan, y nosotros nos lo creemos.
En el “país de nunca jamás”,
predominan los colores intensos, las risas auténticas y la curiosidad infinita.
Los caramelos y chicles tienen tonos y sabores mágicos, son elixires que se
convierten en codiciado objeto de deseo. La exploración continua es la tarea
diaria y la búsqueda de cariño resulta insaciable. Se vive en el aquí y el
ahora, por lo que la acción es espontánea e inmediata. La sentencia que nos condena
a la cárcel del continuo deambular entre el pasado y el futuro aún no se ha
dictado. Inventar, reír, jugar, desplegar la energía desbordante que siempre
desespera al adulto son la señal inequívoca de que la inocencia aún no ha sido mancillada.
Se busca el abrazo porque calma y la mano salvadora en la noche porque rescata
de la inquietud que provocan los fantasmas del silencio cuando salen de sus
tenebrosos rincones. Y el olor a hierba..., eso no se olvida. Sentados ,
tumbados o rodando sobre ella, mientras las briznas se meten bajo la ropa,
celebramos nuestra conexión con la tierra, nuestro destino. Basta cerrar los
ojos y volver atrás en el tiempo para que el país del que nos exiliamos aparezca
con total nitidez para indicarnos que aún hay esperanza.
En
el “país de nunca jamás”, los niños viven disfrazados de piratas y se deslizan
con lianas imaginarias entre mundos y sueños. A veces, solo a veces, los padres
que no han olvidado al niño que llevan dentro ni han renegado de él consiguen
comprenderlos y contribuyen a que el niño despliegue toda su osadía. En la
mayoría de los casos, los niños sobreviven a base de juegos inventados
sorteando como pueden la confusión y la inquietud que destilan las alargadas sombras
del mundo adulto, proyecciones de sueños rotos y mentiras ocultas. Ellos lo perciben,
pero el mundo que les rodea les hace creer que están equivocados. Ahí comienza
la eterna historia de la inseguridad interior del ser humano.
En
el “país de nunca jamás”, no hay adultos. Se exiliaron de sí mismos hace mucho
tiempo y miran a los niños pero no los ven. Estos lo saben y se dan cuenta,
pero no dicen nada, aún no tienen voz para imponerse. Los pequeños, rezagados
en su interior, miran extrañados a la tía Carmen, que les besa con fruición
para calmar su propio anhelo de cariño, o a sus padres cuando les regañan, los
cuales no han sabido enseñarles a mantener su centro porque ellos mismos nunca lo
encontraron. Nadie les muestra cómo aferrarse al arnés de la serenidad cuando
el huracán emocional de las energías interiores les desestabiliza. Nadie, porque
los adultos tampoco lo sabemos.
En
el “país de nunca jamás”, los niños ensayan sus vidas adultas, mimetizando
gestos y comportamientos, aprendiendo tareas, funciones y oficios sin apenas
darse cuenta. Sin ser conscientes de que cuando los emulen a la perfección, el
proceso de asimilación habrá terminado. Harán su equipaje, recogerán sus
enseres y partirán al exilio, donde una suerte de frontera en forma de velo
mental transparente les hará olvidar quienes son en realidad.
En
el “país de nunca jamás”, los niños ríen y juegan, el cuerpo aún se mueve con
libertad, porque todavía no ha sido sometido a la ardua vigilancia de prejuicios
y creencias. Todo fluye de forma mágica. Aman la música porque se entregan a
ella y los cuentos porque les transportan a otros mundos. Siempre, eso sí, que
la amenazadora oscuridad del enfermizo sistema adulto no se proyecte
excesivamente sobre ellos bien a través de los propios adultos o de niños ya
asimilados. En ese caso el paraíso se convertirá en una mazmorra.
Una
vez se ha salido del “país nunca jamás” es difícil volver, pero no imposible.
Desandar el camino conlleva infinita paciencia para identificar cada recodo del
camino que marcó un punto de inflexión hacia el exilio interior. Soltar los
nudos no es tarea fácil porque sobre el primero hay cien más repetidos, que exigen
su liberación. Atisbar al niño que se lleva dentro es el primer paso,
abrazarlo, el segundo. Pero el momento cumbre se produce cuando ambos, adulto y
niño, deciden jurarse lealtad eterna. Entonces, llega el momento de firmar la
promesa conjunta para no olvidarla: “Nunca jamás saldremos del país de nunca
jamás”. Que así sea.