lunes, 19 de marzo de 2012

EL CREATIVO




            Ángel recordó repentinamente aquella escena del colegio. La profesora pidió a los niños que pintarán un paisaje nevado. Él acarició los lápices y las ceras como su tesoro más preciado. Los colores le aceleraban el corazón. Se lanzó con ímpetu a plasmar aquel paisaje que tenía en su cabeza: unas Navidades con sus padres en una casa rural de un pueblo. Primero cerró los ojos para traerlo al presente, luego como un médium dejó que todo aquel mundo de sensaciones fluyera a través de él hasta ir a parar al folio en blanco. Perdió el contacto con la clase, los niños, la profesora... Solo él, aquel folio y los colores a modo de varita mágica dibujando formas y depositando emociones. Paró, había terminado. Miró su obra, el momento era tal y como lo recordaba. Acabó antes que nadie, tenía muy claro lo que quería hacer. Disfrutó observando el resultado. Echó un vistazo a los dibujos de sus compañeros. Todos se parecían y los copos de nieve eran iguales. Volvió la vista al suyo. Los copos eran de colores, y la nieve tenía mil matices, de la pureza del blanco al más profundo azulado. Había un sol amarillo magnífico sobre el paisaje, y se adivinaba un arco iris al fondo. El suyo era distinto. Pensó que había hecho algo mal, seguro que sí. El paisaje nevado era para todos sus compañeros igual, ¿por qué no podía él verlo así? Pensó en rectificar su dibujo y aplicar el negro y gris por doquier antes de que lo descubrieran, pero no le dio tiempo. El niño sentado a su lado dijo: “¡Qué feo y raro!”. Los demás se acercaron para corroborarlo: “¡Qué feo es tu dibujo!”. Todos los compañeros hicieron un corro alrededor, dejando sus dibujos clónicos sobre los pupitres. Ángel quedó desconcertado y comenzó a sentir ganas de llorar: “Mi dibujo no es feo, no lo es”. La profesora se acercó ante el revuelo. Miró el dibujo, lo levantó ante toda la clase y exclamó: “El dibujo que más me gusta es este, el más original”. Los demás niños se callaron.



            El ruido de una motocicleta le trajo al presente. Estaba sentado en un banco de aquella plaza sucia y descuidada que solía frecuentar. Al menos allí encontraba algo de verde. Miró a su alrededor, unos indigentes compartían una botella de vino barato entre los arbustos. El cielo era gris y plomizo. La gente pasaba rápido, inmersa en su pensamiento, como autómatas. A lo lejos veía una riada de personas entrar y salir de unos grandes almacenes. Los edificios desafiaban al viento envueltos en colores fríos y tristes. Su corazón se heló por un instante. Recordó su pasado más inmediato como ejecutivo de una multinacional donde había que ser el más rápido y el más fuerte. Era preciso llevar todos y cada uno de los días el mismo traje oscuro, el mismo maletín negro y el mismo hastío de espíritu. Se había convertido en una sombra más en aquel enorme grupo de gente que cumplía los sueños de una sola persona, el jefe de todo eso.  



            Miró el reloj del edificio público que tenía enfrente, era la hora. Se incorporó. Comenzó a llover, sacó un paraguas de colores y se dirigió a “la nave”, el sitio donde se hacían realidad todos los sueños.  Atravesó el umbral y se le escapó una amplia sonrisa. Al fondo se elaboraban esculturas con forma humana pero a escala gigantesca para despertar el asombro en quienes las contemplaran. En el espacio izquierdo se pintaban murales de colores destinados a una famosa galería de Nueva York.  En el espacio derecho se diseñaba un vestuario especial para eventos extravagantes en China. Se trataba de ropa para drag queens y personajes de lo más variopinto que caldearían el ambiente en actividades de promoción. Del techo colgaban aún algunas serpentinas y farolillos utilizados en la reciente fiesta de Carnaval que había congregado a multitud de artistas. Su rincón era pequeño pero acogedor, una fuente de la que manaban ideas e imágenes. Su misión era hacerlas realidad. El último encargo era diseñar un espacio para niños en un museo. Lo simultaneaba con un proyecto personal llamado “Mi paisaje nevado”. En un lugar cerrado cientos de copos de nieve suspendidos del techo recibirían a los visitantes. Cada uno sería distinto como en la propia naturaleza, pero con una peculiaridad: sus distintos colores.



            Solo un apunte más: la exposición “Mi paisaje nevado” fue un éxito. Los visitantes exclamaban, admiraban, se emocionaban... El último día alguien se acercó visiblemente emocionado a Ángel:  ¡Gracias, qué maravilla! El día de la clausura el creativo puso punto y final a la permanente sensación de diferencia que le había acompañado durante toda su vida. Hacía ya algún tiempo que sabía que había descubierto a su manada.